Isabel y Eric.
La velada terminó a base de viejos hombres borrachos y damas
sin escrúpulos.
Fue hasta tal punto
su encaprichamiento por aquella doncella que para él ese lugar no era una boda,
eran las vistas desde una montaña, salvaje, indomable, (insertar adjetivo
calificativo). Después de aquella noche él solo tenía imaginación suficiente
para encontrarla. Sentía que la piel le quemaba cuando ella le soltaba. Sentía el paso del tiempo únicamente en los momentos en los que ella no estaba con él.
Él sentía que debía haber atendido más a las clases de literatura porque las palabras no eran las correctas cuando salían de su boca.
Él sentía que debía haber atendido más a las clases de literatura porque las palabras no eran las correctas cuando salían de su boca.
Después de varias tardes de quererse lento, se esfumó su capacidad de resistirse a aquel joven de extraño nombre, extraña
apariencia que intentaba aparentar pertenecer a su mundo, su siglo.“¡Pero qué hermoso es ver el día
coronado de fuego levantarse, y, a la vez de su beso de lumbre, brillar las
olas y encenderse el aire!”
Aunque tenían diferencias, los dos eran libres, los dos tenían
sueños por los que soñar.
Él no consiguió su número de teléfono.
Ella no sabía qué era eso.
Él le escribió cartas.
Ella tuvo que aprender a leer.
Él actualizó su estado civil en Facebook.
Ella aprendió a responderle las cartas.
Él faltaba a sus clases.
Ella ya no iba a la iglesia.
Él deseaba.
Ella quería.
Él era del XXI.
Ella del XIX.
Él era de ella.
Ella era de él.
“Dos ideas que al par brotan,
dos besos que a un tiempo estallan,
dos ecos que se confunden…:
Eso son nuestras dos almas.”
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