Decidimos salir a pasear. Gracias a la lluvia, todos los colores eran vivos y nítidos. La tierra era negrísima; las ramas de los pinos, de un verde brillante; las personas enfundadas en los impermeables amarillos parecían espíritus a los que se les permitía vagar por el mundo en las mañanas de lluvia. Paseábamos callados mientras ella me clavaba sus ojos ausentes, y, en el más absoluto silencio, seguía buscando las palabras en el vacío. La miré, pero sus ojos no decían nada. Sus pupilas tenían una transparencia increíble; eran tan claras que parecía que, a través de ellas, uno podría ver el más allá. Por más que miré, no logré ver nada en sus profundidades. Su rostro estaba a treinta centímetros del mío, aunque yo lo sentía a muchos años luz de distancia.
Cuando recuerdo todos aquellos paseos a su lado, pienso en el tiempo perdido y en los sentimientos que jamás volverán. Me pregunto si en realidad ella me quiso alguna vez, si ella me amó como yo la amé o fue todo una mentira. En mi corazón se habían acumulado demasiados recuerdos de ella y, en cuanto encontraban una grieta, iban saliendo, uno tras otro, imparables. Fui incapaz de detener esa fuga, al igual que ella fue incapaz de mantenerse a flote, y se hundió deprisa. Nadie pudo impedirlo. Era cuestión de tiempo que algo así le sucediera.
Desapareció, en lo más profundo de un bosque tan oscuro como
su mente.
(Inspirado en la novela Tokio Blues, de Haruki Murakami.
Lectura Voluntaria)
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