"La pitonisa leyó la mano de la mujer lectora. En cada línea adivinó un capítulo de su vida: un comienzo feliz, un nudo en la garganta y un desenlace trágico. Desde ese día, la mujer lectora leyó entre líneas." (Esto y ESO). Raúl Vacas.

miércoles, 18 de mayo de 2016

Bitácora quince: Primera muerte

(O formas de sobrevivir a un naufragio temprano)

En ese instante, justo en ese preciso instante, en ese lugar preciso, y en esa precisa situación, comprendí de pronto algo tan desmesuradamente hermoso que palió durante un rato mis heridas (tan abiertas) de piel de melocotón, que templó por un delicado, breve y preciado tiempo mi sedienta sangre y que, casi como al principio de los tiempos, me estremeció como hacía años que algo no me estremecía. Y a que esta última frase es verdad piso las ascuas y sostengo los ojos infranqueables en miradas infames y me juego mi mano derecha. (Y no la pierdo, no).
Y es pues, que me estremeció -como venía diciendo- como la primera gota de rocío en la mañana: lo sé porque me sacudió absolutamente todos los contornos de mi cuerpo y también parte del alma. Lo sé, porque el arte, muchas veces se mostró más hermoso, pero jamás más puro. Y es que no comprendí sino que mi vida (en efecto, mi vida; mi precisa vida), no podía ser más dulce. Y fue extraño, porque acababa de morir dos días antes. Acababa de gastar en el peor callejón de la ciudad mis siete vidas de una tacada. (Y entonces, todo mi empeño por ser gato, viejo y curtido, no serviría de nada).
Y entonces las discusiones no serían nada, ni las disputas, ni las medias tintas, (ni las medias lunas), ni los brazos dados a torcer, ni los aullidos en la alborada, ni los juramentos de sangre, ni las mentiras, ni los desengaños, ni todos los sueños que alguna vez soñé. Extraño, en fin, descubrir la dulzura, -tan disfrazada-, tras vivir bajo el umbral de la discordia, tras haber pasado tantos días, con sus tantas noches (sin luna ni estrellas), enjugándome las lágrimas en sal, tejiéndome la vida en el rocío de las telarañas, y clavándome las garras en las llagas que creía ya enterradas hace tanto bajo mi piel. (Me equivocaba).
Fue extraño, sí, pero no me extrañé. No podía ser menos. Ni siquiera un afortunado descubrimiento iba a conseguir sacarme de mi atmósfera de humo y cansancio. Me juré una vez, no sin antes sentirme lo suficientemente desdichada, que destruiría todo aquello que me destruyera, que me desvincularía de todo aquello que me desvinculase de mi sitio: de mi vida contradictoria, tan centrifugando, día sí y día también, de esa autobiografía tan acertadamente bautizada como «Historia de un fracaso terminal» o «De cómo llegar a la cima de espaldas». Del bulevar de la amargura. (Y tan triste es jurar eso como pensar que podrás enmascararlo). Porque es mi lugar, mi hogar, porque estoy hecha a él. Y no habría vida sin él, igual que no hay vida sin arte.
Así que fue extraño, pero no me sorprendió. Y no tenía nada más, pero me tenía a mí. Y una cosa estaba totalmente clara: la vida jamás había sido tan dulce. Y -me convencí de ello-, no había, sino en ese preciso instante, y en ese preciso lugar, lugar más seguro en el mundo.

Ni siquiera entre tus brazos.

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